Ser un árbol inmigrante,
enraizándose lejos de la tierra donde están sembrados los abuelos.
Honrar al verde sureste, su arrullo generoso,
los rostros y nombres que duermen en la sombra de la memoria.
Honrar ese bosque de ancestros, la trenza de raíz mestiza,
que sostiene, florece, y continúa brotando,
enraizándose entre milagros
de hielo, otoño y nieve.


El otoño avanzaba, y noviembre se acercaba a grandes pasos. "¿Quién va a ir este año a limpiar la tumba de Doña Romanita? Ojalá vaya el tío Beto. ¿Y de los abuelos? Ah, qué alivio, será mi tío Juan...¿Será que algún día alguien lo olvide?" Escalofríos de pensarlo, nostalgia de saberme lejos. "Pero habrá altar en mi casa, desde este rincón del norte del mundo evocaremos su memoria". Y sin embargo, México respira a varios kilómetros, recibiendo en sus ramas las alas ocre fatigadas de monarcas que han volado desde acá. Heraldos de añoranza y transformación. Suspiro.
Comienza otra danza en mi trabajo, la más esperada: los preparativos para compartir la tradición de Día de Muertos con un gran Festival en Montréal. "¿Harías el altar principal?" Me preguntan. Lo pienso, cierro los ojos y veo un árbol: Ficus, Ceiba, Yggdrasil, de la vida, de infancia, de nieve. "Sí", respondo.
Y más que un altar, un árbol para los ancestros,
para el atisbo de los que encuentro en mi rostro,
y para aquellos que viven en el sueño de la memoria. Las tradiciones nos hablan si poseen raíces profundas que toquen con la vida, la muerte y los misterios, y si bien su significado se haya nublado de olvidos, sus hebras nutritivas persisten en ser el alimento de nuestro furtivo y azaroso andar por la existencia. La raíz de un árbol que palpita esperanza, el tronco que sostiene la fatiga de las dudas, la frondosa copa que es techo y abrigo de la tempestad humana.

Elaborar este árbol me invitó a sembrar un suspiro verde de mi querido sureste mexicano, del recuerdo de sus altares floridos de noviembre enmarcados de foliaje fresco que alivia la nostalgia, de mis abuelos, del colorido quehacer de las manos artesanas mexicanas, del cariño tejido alrededor de cada altar. Fue bello ver danzar tan cálida comunidad a su alrededor, el día del Festival dedicado a la celebración de Día de Muertos*, tan querida tradición.
Somos a la vez guardianes de esta tradición, de honrar la memoria de aquellos que labraron el camino que ahora recorremos, y también sembradores de añoranzas, de comunidad, de presente. Sin importar el variado simbolismo y ceremonia con que se viste esta tradición, nos une ese canto hondo de vida-muerte-vida, de recordar, amar y ennoblecer la memoria de los huesos, cosechando las flores, el bosque, la selva y el himno de vida que brotan de ellos.
Avanza otro noviembre, los árboles de este rincón del mundo se postran desnudos, rodeados por su estola de hojas. Su viaje hacia la raíz comenzó, aguardarán pacientes el reparador y riguroso sueño del invierno, hasta que sus hojas se transformen en el humus que nutra la primavera. Y otro ciclo comenzará, otra danza de enseñanza alrededor del gran árbol de la vida, hasta que llegue otro otoño, para vestirlo de gala y celebrarlo con los ancestros, trenzando juntos raíces, trascendiendo tiempos y distancias.
Noviembre MMXXII
*Gracias a la gran iniciativa paalmtl, por convocar y crear un espacio para compartir, tanto con la diáspora mexicana como para quien busque esa inmersión en nuestra tan querida tradición. El árbol sacudió sus raíces de júbilo.
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