Post del 15 de marzo MMXV. Minatitlán, Ver.
Vivo en una ciudad que albergó el albor petrolero, lo cual marcó el estigma de su vida laboral: Los habitantes sincronizan el ritmo de su respiración al ciclo de los silbatos de la refinería, la gran industria petrolera local, y los engranes cotidianos giran bajo el auspicio de los procesos  del oro negro. La mayoría de las redes humanas se encuentran enlazadas a ella, la cual ofrece un legado a las nuevas generaciones para garantizar su subsistencia (aunque, con las nuevas reformas del país ésta realidad está a punto de desaparecer, avecinándose como un vendaval para dejarnos sin historia y retroceder el progreso para homogeneizar la desigualdad económica y la explotación laboral en México).
A raíz de la reciente conmemoración del 8 de Marzo, Día Internacional de la Mujer Trabajadora, pensé en la labor de todas aquellas mujeres que veo desfilar a diario por mi ciudad con sus overoles beige y naranja por la mañana, luchando contra el reloj mientras corren con sus hijos a la puerta de los colegios, enfrascadas en su doble labor de obreras, tanto en la industria petrolera como en su hogar. Y eso que gracias al fruto de las luchas sindicales las mujeres petroleras cuentan con CENDI y el respeto a sus derechos laborales (y que faltarían pulir más, como el derecho a las mujeres de poder afiliar a sus esposos al servicio médico sin importar que se encuentren en el pleno uso de sus facultades físicas, pero como bien mencioné anteriormente, las nuevas reformas no contemplan mejorías estructurales, sino simplemente borrar toda estructura).
Asimismo, pienso en mi madre, quien además de su jornada laboral en la industria se dedica al cuidado de mi abuela, pues es una tarea que convenientemente no recae en el estado, mucho menos en los hombres del hogar, sino que se adjudica a las mujeres, convirtiendo el cuidado a terceros, al igual que todas las labores de carácter femenino, en un trabajo invisible, no reconocido y mucho menos remunerado.
A su vez, también pienso en mi abuela…mujer de otra época, donde la abnegación y renuncia eran consideradas las mayores virtudes femeninas (lo cito tal como lo leí en una nota conmemorativa en el periódico local alabando el trabajo de las mujeres de antaño) dedicó su vida, al igual que sus contemporáneas, a la vida de los otros, diluyendo su identidad en pos de las necesidades familiares, bajo el candor de la lucha por la expropiación petrolera. Es la historia que se forja con las venas de las mujeres, las constantes protagonistas ausentes en las crónicas de los acontecimientos de gloria. Todo esto gira en mi cabeza mientras realizo mis labores cotidianas.
Realizo una pausa y decido tomar unos minutos del tiempo de mi abuela y de mi madre para realizar un retrato, como pequeño homenaje al espíritu de entrega y labor de ellas, que han mantenido viva la historia que se teje en el sureste, bajo el manto de la familia petrolera: gracias a Doña Mine y muy especialmente a Doña Araceli, quien con su ahínco de vida y enorme despliegue de voluntad, lo borda todos los días, ofreciéndome un espacio para soñar.
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